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jueves, 2 de diciembre de 2010

Historias de la Copa (1969)

(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 11 de mayo de 2009)

El cierre del paréntesis

Vista con perspectiva, la victoria en la Copa de 1958 fue una frontera histórica. Para el Athletic supuso el fin de toda una época, la de sus primeros 60 años como club dominador del fútbol español junto al Real Madrid y el Barcelona. Es más, ninguno de esos dos colosos lucía en 1958 un palmarés como el de los rojiblancos. Todavía estaban lejos. Los tres podían alardear de los mismo títulos de Liga (6), pero la Copa marcaba una diferencia sustancial: 21 títulos del Athletic, por 13 del Barça y 9 del Madrid. Quede ahí el dato, aunque sólo sea para ilustrar a algún que otro cazurro de las ondas que todavía duda de la grandeza del Athletic.

Luis Mari Echeverría, capitán rojiblanco, saluda a los aficionados que aclaman al equipo en Orduña
Sostenerse en la cumbre que el equipo de Albéniz alcanzó en el Santiago Bernabéu ante los campeones de Europa era muy complicado. Casi imposible. Se comprobó en la temporada 1958-59. Terceros en la Liga, los rojiblancos cayeron en octavos de la Copa. Su verdugo fue el Real Madrid, que se tomó cumplida revancha de la afrenta del año anterior. No se anduvieron con melindres los merengues en la hora de la venganza. Todavía más reforzados con la llegada de Puskas, es decir, convertidos en un ejército invencible, tumbaron al Athletic durante tres campañas consecutivas. En una de ellas, la 1959-60, lo hicieron con un histórico 8-1 en el Bernabéu tras haber perdido por 3-0 en San Mamés. Aquella vez la expedición rojiblanca no recibió flores y aplausos a su paso por los pueblos de Vizcaya. De hecho, el autobús tuvo que parar en Orduña y esperar a que se hiciera de noche para pasar inadvertido. Dicen que había hinchas que esperaban con palos y piedras a los rojiblancos. Cosas del querer.

Lo cierto es que la década de los sesenta, acotada por tres malas noticias -el traspaso de Jesús Garay al Barcelona en el verano de 1960, la muerte en accidente de tráfico del presidente Julio Egusquiza el 8 de diciembre de 1968 y la gravísima lesión de Clemente el 23 de noviembre de 1969-, fue una larga travesía del desierto. Ni siquiera con la Guerra Civil de por medio estuvo tanto tiempo el Athletic sin ganar un título como en ese paréntesis gris que se vivió entre 1958 y 1969. Durante cinco temporadas, el banquillo rojiblanco fue una silla eléctrica por la que desfilaron Martím Francisco, Juan Antonio Ipiña, Ángel Zubieta, Juanito Ochoantezana, Antonio Barrios... Entre todos fueron completando un relevo generacional traumático e inevitable. Ley de vida. Las grandes figuras de los cincuenta se hicieron a un lado... A la marcha de Garay siguieron, en años sucesivos, las de Marcaida, Maguregui, Canito, Uribe, Carmelo, Artetxe, Mauri, Etura, Eneko Arieta...

El que más aguantó fue José Mari Orue. Él y Koldo Aguirre fueron los capitanes encargados de pastorear a las jóvenes promesas, buena parte de ellas procedentes del juvenil, que fueron entrando poco a poco en el equipo. De los once campeones de 1969, el central Luis Mari Echeverría fue el primero en llegar en la campaña 1961-62. El año siguiente ofrecería una cosecha fantástica: Argoitia se asentó en el equipo, al que llegaron Uriarte, Sáez, Aranguren y un hombre llamado a hacer historia. Era José Ángel Iribar. En poco tiempo sería uno de los mejores porteros del mundo. A estos mimbres se les unieron Arieta II en la campaña 1964-65, Larrauri y Txetxu Rojo en la 1965-66, ya con Piru Gainza de entrenador, y Clemente e Igartua dos años después, coincidiendo precisamente con la conquista de la Copa.

Juntos devolvieron la ilusión a una hinchada que se consumía de nostalgia. Y no sólo se trataba de que la afición añorase los títulos. Es que, además, había sufrido el puyazo de dos finales perdidas de forma consecutiva en 1966 y 1967. La primera fue ante el Zaragoza de los Cinco Magníficos (Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra), un 'rottweiler' que ya había apeado a los bilbaínos de la Copa en 1963 y 65. La segunda fue ante el Valencia de Valdo y Claramunt, dirigido por Mundo. Quedó claro entonces que Gainza no tenía como técnico la suerte en las finales que tuvo como jugador. De hecho, fue con Rafa Iriondo en el banquillo y Ronnie Allen a su lado, recién fichado para ejercer de manager, como llegó la Copa número 22.

La espera había sido tan larga que la afición, tras soportar una Liga de lo más mediocre -el equipo quedó undécimo con cuatro negativos- se volcó en la final con la fiebre de sus mejores días. Las agencias ponían planas de publicidad en los periódicos con sus ofertas. El viaje en avión más la entrada salía por 2.500 pesetas. En autobús, la tarifa ascendía a 550 pesetas y en tren oscilaba entre las 525 pesetas ida y vuelta en segunda y las 825 de la litera. Más de 23.000 vizcaínos volverían a disfrutar de su festejo más querido: la procesión a Madrid.

El rival fue el Elche de Roque Máspoli, el legendario portero de la selección de Uruguay campeona del mundo en 1950. Eran un buen equipo. Dos grandes defensas, Iborra y Ballester, tres paraguayos de primera línea (González, Lezcano y el delantero Cascos, verdugo de la Real Sociedad en semifinales) y una de las mejores promesas del fútbol español, al que ya seguía los pasos el Barcelona: Asensi. Pese a todo, el Athletic era favorito. es cierto que Argoitia, Antón Arieta y Txetxu Rojo no estaban finos y que el jugador más en forma era Clemente. «Cerebro electrónico del Athletic, dueño y señor de los grandes espacios», escribió de él José Mari Múgica. Pero los galones eran los galones.

En las vísperas del partido, el computador IBM 1620 que manejaba el padre Aguirre, profesor de Cálculo Teórico de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Deusto, otorgaba a los rojiblancos un 62% de posibilidades de victoria. En ello debieron pensar los hinchas del Athletic durante la primera mitad. El Elche dominaba y ellos se santiguaban, rezando para que el Chopo tuviera una actuación estelar como la que tuvo en 1966 en la final contra el Zaragoza, cuando pese a la derrota acabaron cantándole aquello de que Iribar es cojonudo, como Iribar no hay ninguno. El Athletic, sin embargo, se fue rehaciendo. Acabó la primera parte con mejor cara y en la segunda impuso su calidad. Clemente entró en acción y Antón Arieta emuló a su hermano Eneko, el héroe de la final del 58. Fue en minuto 82. Se fue dos rivales, se perfiló y de un chutazo marcó el gol de la victoria.