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lunes, 9 de octubre de 2017

Guillermo Gorostiza, el bohemio equivocado

Artículo publicado por Marcos Pereda en www.kaisermagazine.com el 06/07/2015

A Gorostiza, Guillermo Gorostiza, le llamaban “La Bala Roja”, por su velocidad en la banda zurda y su camiseta rojiblanca del Athletic. Pero hasta ahí. Nada más tenía de izquierdas Gorostiza que su pierna buena, nada más de rojo que la zamarra con la que jugaba. Y bala fue, sí, pero acabó en perdida, en una rolling stone de esas que había en el delta del Mississippi y a las que cantó Dylan.


Era de buena familia, y eso se le notaba, claro. Se le notaba en el vestir, se le notaba en los modales. Se le notaba, también, en el alternar, en el beber, en el vivir. Gorostiza jugó primero en el Arenas de Getxo y luego, mientras hacía la mili, en el Racing de Ferrol, antes de pasar al Athletic de Bilbao, donde se empeñó en hacerse leyenda. Leyenda en el campo, carreras fulminantes pegado a la línea de cal, un antecedente, por así decir, del futuro Piru que recorrería años después esa misma banda. Y leyenda también fuera del estadio, por sus golfadas, por sus juergas. Él va siempre con alguien, es muy voluble, decían. Si alguien va a misa y le pide que le acompañe Guillermo va con él. Pero si el otro acude al bar, al bar que se va Guillermo. Y parece que conoció más de los segundos que de los primeros.

A Gorostiza le sorprende el comienzo de la Guerra Civil jugando en el Athletic de Bilbao. Muy pronto se enrola en ese mítico equipo Euskadi que recorrería el mundo con su mochila de exilio y lágrimas. Pero Gorostiza no era como ellos, Gorostiza no. Cuando Bilbao cae en manos de las tropas franquistas Guillermo deserta de aquel conjunto de futbolistas y se enrola en el ejército nacional, en un regimiento de requetés. Porque Gorostiza era de derechas, era católico, tenía ideas cercanas al fascismo. Todos, más o menos, lo sabían, y todos, más o menos, pensaban que acabaría abandonando el Euskadi. Así, con sus nuevas botas sin tacos, con su casco y su fusil, Gorostiza aprende el sabor de la sangre en la batalla de Teruel, donde llegará a entrar en combate.

Pero seguía siendo, con todo, diferente. Le gustaba beber, le gustaba mucho. Lo necesitaba para respirar. Acabada la Guerra vuelve al Athletic de Bilbao y es la estrella del equipo. Pero sus salidas de tono son más frecuentes, su indisciplina más grande, sus aires más soberbios. Y, además, en el juvenil del equipo bilbaíno viene pegando fuerte un chaval al que llaman Piru, que se apellida Gaínza y que dicen que juega como los ángeles. Extremo izquierda, como Gorostiza. Y la directiva decide apostar por el joven…Guillermo Gorostiza hace las maletas.

Entonces el ídolo de la España nacional llega a Valencia, y pronto empieza a mostrar todo de lo que es capaz. Lo bueno, convirtiéndose en una auténtica leyenda en el conjunto valencianista, y lo malo, dibujado ya como juguete roto aun en activo. Un día, y es 1940, su primera temporada como ché, el equipo juega en Sevilla, gana y Gorostiza se va de juerga. Para beber, nunca para celebrar, nunca celebraba Gorostiza. Hasta en eso era un hombre angustiado. Los valencianista no le encuentran al día siguiente, nadie sabe donde está, el equipo tiene que viajar a Vigo para el siguiente partido, carreteras de los años cuarenta, primera posguerra, horas y horas de autobús. Deciden partir sin él, sin su estrella, ilocalizable. Mucho tiempo después, en Galicia, con los jugadores valencianistas ya cambiándose, un encargado del Celta entra en el vestuario de Balaídos. “Oigan, dice, allí fuera hay un mendigo que dice que es Gorostiza, la verdad es que se parece un poco… ¿le hago pasar?“. Entra, es él, cómo no, ha cruzado España, nadie sabe cómo. Responde, aquí y allá, con este y con el otro, no me acuerdo bien. Le perdonan. Juega, claro. Y marca, claro. Era la estrella, el mejor. Era diferente, excitante, genial.

Era, fue, un hombre triste, este Guillermo Gorostiza.